Las imágenes no son lo que aparentan, son apenas un retazo.
Hay que abrir los ojos enteros, traducir la
muerte a un lenguaje nuevo.
Y recibir las palabras como quien nace, por primera
vez.
En las cruces, las flores que no se
marchitan ni se despedazan, y se cuelan
en el color de la montaña a pura
estridencia.
Flores de plástico hechas
corona, capaces de perdurar un año entero de perfume imaginario y cimbrar con
la música propia del viento.
Puertas adentro ya se amasa, como quien
reza, como quien desea
y acaricia esa masa para transformarla en un gesto que
resume toda la espera y toda la ausencia.
Un arco que se tensa, como quien
arroja una piedra que traza medio círculo en el cielo…
Dos puntas que se tocan y no se saben de tan
ciertas.
Quedan las ofrendas,
atravesando el viento y los días, perdurando como si fueran
el manifiesto de un
deseo. La cruz cristiana se mezcla, todo uno en las ofrendas. Y se reza,
se baila y se festeja.
Para que suceda el milagro de sanarnos, con el
susurro de nuestros ancestros que bajan,
bendecidores.
Hay una belleza violenta, cruda,
propia solo
de lo que producen los espacios demasiado grandes. Y el silencio.
En
este día en donde todas las voces se abren y son música, para desatar la vida
en toda su dimensión posible.
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